Viajando por España IV


El pensamiento es la única cosa en el Universo
que no se puede negar, porque negar es pensar.

José Ortega y Gasset
¿Qué es filosofía?
Lección VII


De Ponferrada a las Médulas, podía ser en tiempos lejanos una aventura, hoy con los coches, las carreteras en perfecto estado, es un corto viaje de una hora más o menos, eso sí, merece la pena pararse y contemplar el paisaje del Bierzo.

Desgraciadamente, la falta de lluvias incluso en esta zona de por si lluviosa, ha dejado los campos, he incluso los bosques un tanto tristes, con colores mortecinos y no con aquellos propios del otoño, cuya diversidad de tonalidades en sus hojas, nos cautiva año tras año.

Sobre Las Médulas, os aconsejo que entréis en Internet, porque descubriréis mejor que con ningún otro medio todo lo que ese paraje supone, porque efectivamente es UN PARAJE, y como tal, las fotografías que se ofrecen por este medio os darán la medida y os mostraran la belleza de lo que fueron unas minas de oro –a cielo abierto- esquilmadas por nuestros amigos los romanos

Como me imagino que los 1.635.000 Kg de oro- que según el Profesos y arqueólogo Antonio García Bellido- se extrajeron de las minas durante más de doscientos años- fueron a parar a las arcas enclavadas en Roma, y por consiguiente para los romanos, me digo, ¡pero Milch! ¿Es que con una vez no es suficiente para dejarnos sin un gramo de oro, y unos 1900 años después, se lo llevan otra vez, nos dejan en cueros, y encima a un país, que ni siquiera es latino?

Bueno como veréis, esto de crónica de viaje tiene poco, y si mucho de caos y pensamientos absurdos que no conducen a nada, ya que tanto el oro viejo como el nuevo, esta donde todos sabemos y para siempre.

Este ha sido mi tercer viaje a Las Médulas en el transcurso de unos quince años, y hay algo que ha cambiado de una manera considerable. Donde hace años la cuesta que hubiera para subir a la mina de la Cuevona, tenía un desnivel razonable, en esta ocasión, o bien los dioses romanos la han “empinado” mucho más, o mis piernas no son lo que antes eran, y como no quiero pensar que sea esto último, la culpa la tienen los dioses con sus caprichos.

La que no paraba de subir y bajar era “la arqueóloga”, por dos razones principalmente, una por interés profesional y otra, por la pila de años menos que tiene. Yo la dejaba hacer, y a la sombra de los milenarios castaños y encinas, testigos de tantas cosas, dejaba vagar mi fantasía para poder situarme en aquellos lejanos años, que miles de esclavos de los que la historia apenas menciona, malvivían y bien morían, para dar satisfacción a los Cesares Augustos.

Lo que no podían pensar aquellos compatriotas esclavos, es que los destrozos que originaban demoliendo las montañas, formarían muchos años después un paisaje, Patrimonio de la Humanidad, y generador de recursos para muchas familias a través del Turismo Nacional e Internacional.

En Las Medulas, como en otras muchas partes, se observa un turismo variopinto, en su indumentaria, formas de expresarse, actitudes y ganas de pasarlo bien.

Los paisanos del centro y norte de Europa,-caigan rayos y centellas-, pantalón corto, a lo sumo una camiseta y eso sí, perfectos zapatos para manejarse en la montaña.

El ciudadano japonés se protege de los rayos del sol como si en ello les fuese la vida, y quizás tengan razón. Callados, observadores, cámara en ristre, fotografiando todo lo que se mueve y no se mueve.

Los individuos solitarios cuentan poco, pero las parejitas son muchas las que se aventuran por montañas y riscos, siempre muy acaramelados, mirándose más a los ojos que al paisaje.

Y hay un grupo de turistas absolutamente especial, producto del progreso y los beneficios sociales, que son los que viajan a través del INSERSO.

Van a los sitios previamente establecidos, obedientes, amables y con ganas de saber, pero sobre todo de pasarlo bien. El equipamiento que llevaban para visitar Las Medulas, en general no era el más adecuado, en zapatillas y con más de una bolsa que al final del día pesa un celemín. Como los guías o los responsables de la excursión no les orientaron bien, se podía observar un rosario de victimas por cansancio, sentados al borde del camino esperando a los mejor preparados que diesen la vuelta. A una señora entrada en años y carnes, le dio un soponcio, y la tumbaron en el camino hasta que pudo llegar la policía y posteriormente una ambulancia.

Pero en general lo pasan muy bien, ya que cuando llegan a los hoteles correspondientes, esta todo preparado para una buena cena y espectáculos de la tierra, con baile incluido. No me olvidaré nunca, uno de estos grupos en Úbeda, en medio de la plaza, cantando a coro Asturias Patria querida. ¡Qué pensarían las milenarias piedras!

De vuelta a la civilización, es decir, al pueblo llano -nunca más felizmente dicho,- caminamos (ella hablando de lo que había visto y dándome más de una explicación en ese momento innecesaria) y yo intentando descubrir un lugar agradable y fuera del bullicio, donde aplacar la sed pero también el hambre.

Saliéndonos un tanto del camino natural, descubro un alentador cartel con el sugerente título de “Comidas caseras”, y como Don Quijote en sus sueños, vi en aquella rústica casa la salvación a mis cuitas.

La casa no tenia mas allá de cincuenta metros cuadrados, pero para nuestro deleite lindaba a un jardín (más bien un prado), pero con sendas mesas cubiertas de un limpio mantel de hule a cuadros, muy de acorde con el paisaje. Rapaza, le dije a quien miraba por todos lados un tanto inquieta, aquí vamos a disfrutar de una comida especial, o yo no conozco el mundo.

Nos sentamos sin que nadie saliera a recibirnos, y después de una pausa un tanto tensa, de la puertina de la casa, aparece un personaje que tenia la pinta de cualquier cosa menos la de camarero. Mocetón alto y fornido, la barba negra y de muchos días, el pelo cortado al cero y notándose el inicio del cabello a media frente, pero eso sí, con una sonrisa en la boca que le llegaba de oreja a oreja. Esto nos tranquilizo un tanto, y sobre todo cuando nos preguntó si lo que queríamos era comer.

A partir de ese momento nos hicimos amigos creo que para toda la vida, pues lo que ocurrió después no fue para menos. Le dije sin más preámbulos, que lo que nosotros queríamos comer, no era otra cosa que lo que ellos mejor cocinaran, dándose cuenta en ese momento el paisano, que estaba tratando con gente de la tierra que hablaba su idioma (mas o menos) aunque nuestro exterior se pareciese al de unos Guiris.

De carrerilla sin más, nos espeto, que lo mejor de este mundo y quizás también del otro, era -el botillo del Bierzo- que cocinaba la mujer de su amigo, el dueño de la fonda. Cuando me menciono a su amigo, para seguir relacionándome con aquel buen hombre, le pregunte si él estaba empleado en el negocio, y con una carcajada sincera y sonora me contesto: no, home no, yo vengo también a comer -el botillo-, y ya que estoy aquí le ayudo en el servicio. No comprendo que esto “tan normal” no se me ocurrió antes.

Le pedí que acompañara el botillo con un vino de la tierra, lo que muy solícitamente se apresuró a traer, aportando sin pedir, una ensalada de lechuga fresca y sabrosa.

La moza a mi lado, no se enteraba de casi nada, y más bien creía que las cuestas habían afectado mi cerebro. Cuando nos quedamos solos, me pregunta suavemente, ¿pero cómo puedes pedir para comer “el botijo”?

De la risa que me dio casi me caigo de espaldas, y cuando pude le dije que no era “un botijo” sino -un botillo-, dándole una somera explicación de lo que era, ya que yo tampoco lo tenía muy claro.

Voy a resumir; cuando nos trajeron la comida y la probamos, se nos disiparon todas las dudas, porque aquello era realmente un manjar, elaborado cuidadosamente por manos sabias y recetas trasmitidas de generación en generación.

Con un café bien cargado, una copa de orujo y mucha felicidad en el cuerpo, le ofrecí galantemente la llave del coche a Eva, y que sin ser contratada para esos menesteres, (ni para ningún otro, mi respetado Manolo Josefón,) comprendiendo la situación como buena persona que es, se puso al volante, y yo, sin más que contar, porque me entro una morriña que me duró hasta la misma puerta del hotel en el Balcón del Bierzo, cierro este cuarto capítulo, enviando un abrazo y esperando vuestra benevolencia para con él.

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